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Tazas con agua.

Cenaban alegremente, uno de los comensales destapó una bebida y todos festejaron, se trataba de una ceremonia habitual en los alrededores, en la que la gente se desprendía del racimo de gente que habita las ciudades y se dirigía coordinadamente a las casas de fin de semana, a hundirse en sus piletas y quemar algunas vacas para comer.
Todo el salón tenía vidrios que daban a la oscuridad del campo.
De un momento a otro, y para que todos dejaran sus copas de vino abandonadas en sus propias manos, algo ocurrió. Un cubo amarillo apareció en las ventanas, se encontraba del lado de afuera, y se desplazaba lentamente de un extremo del ventanal al otro. Parecía observar hacía adentro. En la cara del cubo que daba a la ventana, había un punto rojo que recorría frenéticamente todo el plano. El cubo parecía observar a las personas, que rápidamente se horrorizaron y corrieron todos a un rincón y amontonándose. Se quedaron en esa esquina del salón temblando, inmobilizados por el espanto, todos mirando a ese cubo que seguía recorriendo el ventanal y parecía mirar hacia el interior a pesar de no tener lo que conocemos como ojo. 
Quiero aclarar algo: el miedo que sintieron sobrepasó lo que habitualmente nos mueve a la adrenalina y a la curiosidad, a comprobar de que se trata eso que acaba de aparecer y que nos es desconocido. Este miedo era garrafal, sobretodo porque no parecía un fantasma, ni un extraterrestre o un mounstro. Se trataba de un cubo amarillo que observaba. No tenía ojo, pero todos sabían que los miraba.
Todos se quedaron entumecidos en el rincón y fueron muriendo uno a uno, sin darse cuenta, en aquella esquina del salón, al cabo de aproximadamente 3 horas.

El regalo del maíz.

Hay algo muy habitual y totalmente comprensible: las ocasiones especiales suponen un instante de un valor inconmensurable que nos hacen temer por su propio final. Quiero decir, son momentos en los que apreciamos una belleza garrafal pero delicada, y un ingrediente se suma al cóctel: el pánico a que esos minutos de belleza se terminen. El resultado es un sentimiento de mística acosadora, que nos desorienta como una ola enorme que nos toma por completo, nos hace dar vueltas bajo el agua y solo nos deja cerrar los ojos y tragar unas tazas de sal. Por eso es totalmente esperable que estemos quienes nos ponemos tristes en las fiestas, sobretodo cuando hay fuegos artificiales. Queremos capturar ese momento para que no se vaya, a la vez que deseamos la presencia de seres del pasado, y el futuro se une a esa confluencia para terminar de demostrarnos que el tiempo puede ser muy administrable pero nada regulable.
Aunque también existe quien va en otra dirección. Miguel se pone triste el 23 de febrero. ¿Porqué? Porque no pasa nada, no es fecha de celebración ni de conmemoración. Entonces se empeña en que sea el día de algo. Trata de enamorarse, de envenenar a su perro, juega al telekino, al monobingo y a la quiniela. Pero no pasa un carajo.
Miguel dice:
es mucho más triste que no pase nada. Si algo pasa es porque estás vivo y ese mismo instante es especial e irreemplazable. Pero si no tenés nada que recordar, ni hay un acontecimiento especial, si no ocurre ni siquiera una miniatura cotidiana, significa que te moriste.